Con la popularización de la televisión, en los años cincuenta-sesenta se vaticinó el fin de otros medios hasta entonces intocables como la radio y el cine. En el caso de este último, resulta curioso comprobar, a día de hoy, su convivencia más o menos saludable. Sin llegar a esas opiniones extremas y exageradas que aseguran que el mejor cine de hoy hay que buscarlo en la televisión, a través de las series, por otra parte, un fenómeno revitalizado, pero no precisamente nuevo, habrá que reconocer que la ficción televisiva ha venido ganando terreno al cine en algo tan elemental como la imaginación y el riesgo.
Aun así, hoy en día, televisión y cine, al menos en ese territorio que comparten, son como esos vecinos bien avenidos –quizá de antaño- , que llaman a la puerta de noche para pedir prestado un poco de sal o azúcar o algo. Si se mira hacia atrás, resulta gozoso recordar parte de la extensa la lista de cineastas de fama mundial que se forjaron en su día en la televisión. Y no solo en Norteamérica, origen fundacional del fenómeno sobre el que nos fijamos en breve repaso y en cuya sintaxis surgieron dogmas críticos, aún en uso, según los cuales había cineastas que filmaban, o filman, “con un estilo televisivo” para definir aquello que resulta demasiado plano o convencional. Algo parecido a lo que había sucedido en el cine con la palabra “artesano” para definir a aquel cineasta que, alejado de las ínfulas del autor, se conformaba con “hacer bien su trabajo”, como si eso fuese algo necesariamente reprobable.
Sean autores o artesanos, desde finales de los sesenta y durante los setenta, toda una generación de directores a posteriori de referencia y fama mundial se habían formado en la televisión. En el curriculum de estrellas como Spielberg pueden encontrarse interesantes trabajos como el episodio de la serie que realizó para la mítica Night Gallery, dirigiendo nada menos que a Joan Crawford en una de sus últimas apariciones. He ahí toda una metáfora generacional. Pero no solo Spielberg se inició en la televisión. Habría que recordar, entre otros, a Stanley Kramer que luego dirigió para la pantalla grande Vencedores o vencidos o Adivina quién viene esta noche; Delbert Mann, con su Oscar por Marty, que precisamente se adaptó de una versión anterior para televisión o Mesas separadas; Sidney Lumet y su excelsa filmografía, nada menos que Serpico, Tarde de perros, Asesinato en el Orient Express, hoy en día, objeto de remake; Veredicto Final y la profética Network, que precisamente alertaba sobre los peligros de la mala televisión sin escrúpulos, amén de su extraordinario canto del cisne con “Antes de que el diablo sepa que has muerto; también John Frankenheimer con su Hombre de Alcatraz , Orgullo de estirpe, Yo vigilo el camino; Arthur Penn, y su Bonnie and Clyde y La jauría humana; Martin Ritt con El espía que surgió del frío y la estupenda Odio en las entrañas; Robert Altman que dirigió episodios en la tele de la inolvidable Bonanza y luego en el cine hizo MASH, Un largo adiós; Robert Mulligan y su eterno Verano del 42…y así tantos (directores) y tantas (películas).
Que también en la televisión y el cine de hoy en día se mantiene esa convivencia, lo vemos en las trayectorias de Ridley Scott o David Fincher (ambos cineastas publicitarios en sus orígenes y productores televisivos) y también en Martin Scorsese, director y productor en series de prestigio como Boardwalk Empire, el propio Spielberg -con sus dolientes hazañas bélicas en Hermanos de sangre– y, por supuesto, David Lynch, este último quizá el que supo dar con la tecla para unir en el tiempo la vieja y la nueva narrativa televisiva con la ahora resucitada Twin Peaks.