Escuchamos a menudo que vivimos en la era de la comunicación como una afirmación más de la mitología tecnológica. Sabemos más, estamos más cerca unos de otros, conocemos mejor lo que ocurre, somos más transparentes, la verdad de lo que nos rodea nos es más inteligible…
Paradójicamente, la percepción más generalizada es que nos sentimos en realidad en un estado de confusión y desconfianza permanente, intoxicados por una saturación de datos imposible de manejar. Y mientras crece a nuestro alrededor el conjunto, prestaciones y calidad de los instrumentos para comunicarnos –ordenadores, móviles, apps, redes sociales, buscadores, wikis, blogs…–, crece también con ellos el número de empresas y profesionales para ayudarnos a manejarlos.
Ambos hechos –subjetivo y objetivo– están íntimamente relacionados y desmienten categóricamente el optimismo de la afirmación inicial: precisamente porque la sensación es de confusión, la comunicación es un valor en alza que se monetiza como un bien inaccesible para la mayoría. Sólo cuando un bien es escaso estamos dispuestos a pagar a expertos para que nos lo proporcionen.
Así, nos rodean empresas de publicidad y márquetin, que ahora se llaman, precisamente, de comunicación, asesores de imagen, community managers, gabinetes de prensa, consultorías, relaciones públicas, diseñadores, prescriptores… Expertos que nos ofrecen todo tipo de servicios que básicamente consisten en explicar a los demás algo aparentemente tan sencillo como quiénes somos y qué hacemos: identidad corporativa, press meetings, eventos, logotipos, interfaces de páginas web, diseño de apps, diseño de catálogos, cartelería, señalética, vídeos corporativos, “píldoras” audiovisuales, posicionamiento, puesta en valor… Expertos para los que comunicar es básicamente conocer cada vez con más exactitud y profundidad el comportamiento, las aspiraciones y los miedos de aquellos –los otros– a los que queremos comunicar nuestro mensaje para utilizarlos en la consecución de nuestro objetivo. Es captar la atención –otro bien escaso–. Es diferenciarse, sacar la cabeza. Es ser noticia, es decir, crear una noticia que no lo es. Es contagiarse de valores que no nos pertenecen, pero que nos prestigian. Es gestionar las crisis, es decir, presentarlas no necesariamente del modo verdadero, sino del modo correcto para que no parezcan una crisis o para minimizar su impacto. Es maquillar, a veces enmascarar hasta el fraude, la realidad para hacerla más atractiva, diferente, sorprendente o simplemente llamativa. Es poner en circulación verdades y mentiras víricas y rumores contaminantes… Créeme: estoy mintiendo, es el título de un libro de Ryan Holyday –experto en viralidad– que resume lo que queremos decir.
Vivimos en un ámbito en el que lo importante no es ser sino parecer y en el que –se quejaba el otro día un inculpado– lo de menos es la culpabilidad cuando cuarenta segundos de telediario te pueden estropear la vida para siempre. Respiramos un medioambiente simbólico en el que los llamados “prescriptores” –cualquier famoso sin más mérito que serlo– o la fuerza irresistible e irracional de las imágenes puede convencernos de que algo está bien o mal o incitarnos a adquirir un producto en lugar de otro, una idea en lugar de otra, una conducta en lugar de otra, un valor en lugar de otro valor. Habitamos un espacio con una prensa que, en vez de ser el cuarto poder crítico que sirve de contrapeso al poder político, se ha convertido en una compañera de viaje de la partitocracia y la publicidad a las que sirve de portavoz amplificador en vez de filtrar, explicar y analizar, criticar y contextualizar sus mensajes. Nos movemos en un paisaje en el que hay que vencer la desconfianza del receptor que ya se ha acostumbrado a descontar automáticamente el embellecimiento y la falsedad del mensaje restando lo que considera artificialmente añadido a la verdad por el profesional intermediario y que intenta aprender a leer entre líneas lo que no se dice para saber lo que se dice de verdad. Un lío.
El otro día tuve el placer de comer con unos cuantos de estos profesionales, buena gente. Compañeros de esta sección y de la empresa que edita esta publicación que está usted leyendo. Usted que, probablemente, pertenezca también a este amplio sector comunicativo. A ellos y a ustedes les pido que si sacan un momentito, respondan a esta pregunta: ¿Todo este negocio, toda esta tecnología, todo este mercado mediador, ilumina u oscurece la realidad mediada?