Hace ya más de un mes, envié un correo electrónico a un conocido político, actual concejal del Ayuntamiento de Barcelona y ex primer ministro de la República Francesa, a la dirección que figura en la página web del grupo municipal que lidera. Ese correo es público y consta como contacto en el Ayuntamiento de la Ciudad Condal. La redacción del mensaje era personal, pero profesional, y contenía una invitación institucional.
Sinceramente, no tenía mucha confianza en que contestara afirmativamente a mi educada invitación. Tampoco albergaba la esperanza que se dirigiera a mí personalmente, pero sí que, puesto que se trata de una dirección de contacto de un servidor público y mi petición entra dentro de los parámetros del ejercicio de su función, esperaba la amable respuesta de algún asistente declinando la invitación.
Llevo muchos años de experiencia en el mundo institucional y sé que, en este tipo de relaciones, casi siempre es necesario un contacto personal de alguien cercano al personaje para acceder a él. Pero eso no justifica la falta de cortesía.
En este ejemplo, se trata de una personalidad famosa, pero en la mayoría de los casos existe la mala praxis profesional de no contestar a los correos o peticiones que se cursan de manera correcta. Habitualmente, se trata de personas y organizaciones que tienen por costumbre no contestar a los correos que reciben, cuando no les interesa, por supuesto.

No hace falta ser un personaje famoso para caer en esa tentación. Muchas de las personas y colegas con las que normalmente nos comunicamos en el ejercicio de nuestro trabajo, practican estas artes y todos las hemos sufrido en alguna ocasión, en todos los ámbitos y estamentos jerárquicos.
Desprecio hacia quien espera
Psicológicamente, en las circunstancias que refiero, no responder un correo es poner de manifiesto la superioridad del inquerido sobre el que solicita una respuesta. Hace ver lo ocupada que está la persona a quien se dirige el mensaje, frente a la que espera ansiosa una respuesta. Es también una forma de evitar contestar negativamente o dar una respuesta que no guste al receptor. Puede significar, asimismo, una forma de no dejar por escrito algo que es incómodo o compromete. En cualquier caso, siempre supone un desprecio hacia quien espera.
En el mundo de la imagen y la comunicación, en el que las percepciones son tan importantes, estos mensajes que se lanzan al exterior, pueden dañar el prestigio y la reputación de quien los practica. Qué duda cabe de que también evidencian poder y jerarquía. Pero, en contextos como el político, institucional o el empresarial, en el que las organizaciones se deben a sus “stakeholders”, estos gestos ofrecen una visión negativa de quien los perpetra.
En todo manual de las Relaciones Públicas y de la Comunicación se indica la conveniencia de responder siempre a los clientes o públicos, en favor de la reputación e imagen de la marca. En la mayoría de las entidades, tanto públicas como privadas, existen servicios de atención al ciudadano o atención al cliente, en las que se entrenan esmeradamente a las personas que los gestionan, para dar una imagen positiva de la organización.
Hay quien dice que no hay pregunta impertinente, sino respuesta inteligente. Este dicho debería mover el espíritu de quienes están en la obligación de responder cuando se dirigen a ellos, por muy incómoda que sea la respuesta.
Un gesto tan simple y empático como responder a un correo, marca la diferencia.