El nadaísmo fue una corriente sesentera que defendía liberar a las personas del idealismo y de la razón. El nadaísmo no aspiraba a objetivos imposibles: no pretendía lograr cambios sociales ni inculcar moral alguna.
Más de medio siglo después, el nadaísmo revive en su vertiente política. La nada cósmica se va expandiendo, mientras ofrecemos una atención distante a la pantalla, sin apenas pestañear. Sólo las bravuconadas y las salidas de tono nos despiertan, por un momento, de la somnolencia en la que nos solemos mecer. Pero después vuelve la “Nada”, como la obra ya centenaria de Carmen Laforet, retrato de la ausencia vital de una posguerra.
Aragón es un remanso de paz en un rincón recóndito del mundo. Con un gobierno que consigue generar el mínimo ruido imprescindible, levitando sin apenas oposición; una oposición que no sabe si toca atacar o defender, como cuando jugábamos en la plaza y no teníamos muy claro ni quiénes iban en nuestro equipo. Nos hemos reducido al mínimo divisor, como moléculas que se adaptan a sobrevivir confinadas en el fango, por temor al fuego; sobre todo, al fuego amigo.
Con las mascarillas como escondite, a duras penas se vislumbran las iniciativas políticas, seguramente mimetizadas en las ausencias sociales y empresariales. En este Aragón con poca rasmia, se echan en falta prohombres y promujeres que guíen a un pueblo que ni está ni se le espera.
Las grandes ambiciones de décadas pasadas se perdieron como ecos lejanos y distorsionados, si no ridiculizados o malinterpretados. Con la morfina del día a día, con el “tampoco nada hoy”, nuestros retratos van amarilleando, como ridículos carteles electorales pegados ya hace tiempo, o como correos basura que jamás se leyeron. “Volveré”, decía el aviso del camaleón en la puerta de su teletrabajo. Nunca volvió.
