Esta entrada se ha publicado en www.elpostblanco.com y contamos el permiso del autor para su reproducción en Extradigital. No dejen de visitar la página para no perderse la visión del periodismo y la comunicación del profesor y periodista Juan Carlos Blanco. Imprescindible.
Que la crisis del coronavirus está retratando a los dirigentes políticos de casi todo el planeta es algo que empieza a ser un lugar común, un concepto manido que no merece mayor discusión. Somos conscientes de que el comportamiento de los grandes líderes está siendo examinado en tiempo real por millones de personas a través de los medios de comunicación y de las redes sociales.
Por razones personales, vivo muy de cerca la realidad de profesionales que se asoman con frecuencia por los boletines oficiales del Estado y por los de las comunidades autónomas en busca de información que luego tienen que trasladar a sus clientes. Y cuando digo que vivo muy de cerca su realidad lo que quiero decir es que vivo muy de cerca sus frustraciones y sus angustias cuando se tienen que enfrentar a textos legales terriblemente mal escritos que adoptan la forma de jeroglíficos tortuosos que, incluso, son capaces de dar a entender una cosa y su contraria.
Puro disparate, sobre todo cuando el que se tiene que enfrentar a esos textos es un ciudadano cualquiera que no tiene la experiencia para interpretar entre líneas qué demonios habrá querido decir el que ha redactado un decreto sobre unos ERTE, unas ayudas para pymes o, qué se yo, una sentencia sobre una expropiación.
Ya sé que para eso están los profesionales, pero no hablo de eso, sino de la necesidad cada vez más urgente de que se emplee un lenguaje claro en la relación entre la Administración y los ciudadanos si no queremos mantener una indefensión injustificable.
Respeto mucho la labor de los legisladores, de los empleados públicos y de quienes tienen la responsabilidad de trasladar al papel sus planteamientos, pero creo que es necesario decirlo: por favor, dejen ya de torturar a los ciudadanos con textos confusos, obtusos y alambicados que no hay quien entienda.
Puedo entender que se quiera escribir con propiedad y rigor, pero la solvencia técnica de un texto jamás debe estar reñida ni con la claridad expositiva ni con la precisión en el lenguaje. Y menos aún, en tiempos como los que vivimos, donde hay tantas familias desesperadas a la espera de recibir una comunicación oficial tras el derrumbe económico consecuencia de la pandemia.
El derecho a un lenguaje claro
Esto no es ruego, sino el recordatorio de un derecho; el que tienen los ciudadanos a recibir comunicaciones claras, precisas y sencillas que les aporten seguridad jurídica y les permitan sentirse bien tratados por la Administración pública que sufraga con sus impuestos.
Un señor o señora que se enfrenta a un texto legal tiene el derecho a entenderlo y el derecho a saber qué ha querido decir el que lo ha redactado. Y si no lo logra, la responsabilidad no es suya sino de la que quien, seguramente sin mala intención, le falta el respeto con una redacción enrevesada y farragosa cuya comprensión se hace imposible.
Escribir bien es escribir sencillo. Habrá quien sostenga que lo suyo es un ejemplo de erudición sofisticada y que no tienen por qué escribir para que les entiendan los plebeyos. Se equivocan. No están en sus puestos para servirse de los demás sino para servir a los demás. Y con textos tan ridículamente confusos, están muy lejos de cumplir con su tarea.
Y también asumimos que cuando esta crisis termine y pase a ser un recuerdo trágico en las memorias de los ciudadanos, también le pasará factura a quienes no hayan dado la suficiente estatura moral y política. Presidentes, ministros y reyes viven su particular Selectividad. Y no todos van a pasar este examen con nota.
Pero creo que perderíamos la perspectiva si no nos damos cuenta de que los políticos no son los únicos examinados por la crisis del coronavirus. La pandemia está también retratando a las empresas, sin importar su tamaño y volumen, a los colectivos profesionales y sociales y a los ciudadanos y trabajadores de a pie. Y algunos tampoco están saliendo bien parados de este ejercicio.
Los principios y valores de las empresas
En el caso de las grandes empresas, quizás algunas no se estén dando cuenta de que, en esta situación tan excepcional, los ciudadanos no sólo les exigen que mantengan sus cuentas de resultados a toda costa, que es su deber, sino también que muestren empatía y un compromiso con la comunidad que vaya más allá del mero cumplimiento de las directrices que les ordenen las Administraciones.
Nadie les reclama que se comporten de forma inconsciente con sus cuentas corrientes ni que saquen un carácter heroico que no tienen porqué tener, pero sí se les exige algo de sensibilidad y de espíritu solidario ahora que tanta gente tiene miedo, que tengan algún gesto con la gente, que se les note su humanidad.
Una empresa no sólo construye la marca vendiendo bienes y servicios, sino mostrando que tienen principios y valores. La mayoría lo entiende así, pero otras no.
Todos tenemos en nuestras mentes y vemos cada día ejemplos cercanos de personas, empresas e instituciones que están demostrando un coraje cívico que nos emociona porque nos llega al corazón, pero también de otras cuya frialdad y falta de empatía roza límites patológicos.
Estas últimas quizás no se den cuenta, pero están incubando un problema de reputación que puede resultarle muy dañino para sus intereses a no muy largo plazo. Las empresas no son entes abstractos gobernadas por algoritmos o por robots. Las componen personas que trabajan con personas y para personas. Y es ahora, en un momento tan duro como el que estamos viviendo, cuando lo tienen que demostrar.