Ver para creer. Si dieciséis años de éxito sin parangón de “El Hormiguero” en materia televisiva en prime time no sirven para acabar con las probativas, algo está pasando. Y no, precisamente, bueno. Quedó demostrado que los monólogos perpetrados por Pablo Motos en el inicio de esta temporada no funcionaban. Cortaban el ritmo del programa y trataban de ofrecer, meramente, una “moralina” para mayor autobombo del presentador. Tras ese fiasco, me pregunto a qué demonios viene ahora el coquetear en las entrevistas con contenidos más propios del “Sálvame”.
En un programa donde el epicentro son las simpáticas hormigas y cuyos espectadores son, en una buena parte, chavales en adolescencia, bien harían Motos y su legión de colaboradores en moderar el lenguaje, apartándolo de los tacos reiterados y expresiones malsonantes, cada vez, más protagonistas. Su uso, en mi opinión, no creo que lo hagan ser más “guay” para los chavales.
Bien harán también, puestos a pedir, que no caigan en entrevistas de mesa camilla, preguntando por interioridades que a nadie interesan y que nos llevan a ahondar en lo personal por la vía del chismorreo.
Pablo Motos es un presentador. Nada más y nada menos. Pero de ahí a convertirse en juez y, además, creérselo, dista mucho camino. Si fuera de tal categoría -que estamos seguros le encantaría, viendo su petulancia-, no estaría de más que hiciera propio el dictado que hacía Sócrates para el proceder de los jueces y que dice así: “Escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente”. En su caso, el último supuesto se lo podría saltar. De los anteriores, ninguno.