Siendo un crío, recuerdo haber asistido -en las mismas fiestas de mi pueblo- a cinco conciertos consecutivos para ver a cantantes como Serrat, Peret, Victor Manuel, Los Sirex y Ramoncín.
El rey del pollo frito me impresionó. Fundamentalmente, porque terminó su actuación plantándonos cara a los asistentes mientras evacuaba los líquidos tomados un rato antes en el backstage. No entendía como alguien podía hacer eso públicamente.
Años después, me encontré al Ramón que visitaba tertulia tras tertulia. Verbo fácil y aspecto joven –a pesar de estar a punto de cumplir los 60- eran sus credenciales. Confieso que alucinaba cuando le veía argumentar temas educativos –recuerdo el episodio de la evacuación en público- o relacionados con la corrupción, que le convertían en adalid de la justicia.
Un juez de la Audiencia Nacional ayer propuso juzgar a Ramón o Ramoncín o pollo o frito por la supuesta emisión de facturas que cargaba a la SGAE por servicios inexistentes por un valor de 57.000 euros. En definitiva, quien tuvo retuvo.