Pasada las 8 de la tarde se abría la Puerta de los Leones del Congreso para la última sesión de Alfredo Pérez Rubalcaba. Para que con honores la soberanía nacional despidiese multitudinariamente a un político que destacó en los últimos dos siglos. En el XX como Ministro de Educación y Ciencia, su responsabilidad preferida, y como voz del gobierno de Felipe González. En el XXI como portavoz parlamentario y Ministro del Interior. Ejerció la oposición como la responsabilidad en el ejecutivo: con lealtad institucional y con un gran sentido de la comunicación política.
Alfredo quedará en la memoria parlamentaria como un hombre tranquilo, hábil y letal en el regate corto, y corredor de fondo en los Asuntos de Estado. Por eso, tenía el respeto de todo el arco parlamentario. En la oposición o en el partido de Gobierno sus rivales siempre lo vieron como adversario o contrincante pero nunca como un enemigo. Era guerrero con floretes serpenteantes de oratoria. Negociador con una verdadera voluntad de diálogo, dispuesto a ser siempre solución en los problemas.
Y afrontaba los desafíos desde la honestidad pero exigiendo reciprocidad a cambio. En caso contrario, acababas encontrando al Rubalcaba capaz de generar, con la dialéctica del sentido común, una marea de opinión pública que acaba arrastrando a esos adversarios o contrincantes. Eso pasó tras el 11M, así acabó con ETA.
También está la leyenda negra del Rubalcaba muñidor. El de la voz en segundo plano, el que manejaba como nadie el off the record. El que acusan de dar un chivatazo a ETA, como el caso Faisán, o el que convocó las manifestaciones frente a las sedes el PP en la masacre terrorista de Madrid. Lo primero nunca se probó, lo segundo ya ha admitido Pablo Iglesias y un grupo de profesores que fueron ellos. Al final todo eso quedó en una leyenda negra, de aquellos que sí se tomaron muy en serio ser enemigos del cántabro.
Pese a su aire desgarbado, sin cabello reluciente, ojos que escondían a sus ojos siempre tuvo un imán especial. Quizás por su magistral gestualidad en sus manos, que usaba y nos manejaba, hipnotizados, como marionetas de su verdad. También por su mirada tímida y convincente, que lo hacía un mago de la comunicación. Así era Alfredo, un comunicador con química. Que la tierra te sea leve.
Fuente de la foto: El País
