Como todos sabemos –nos han informado de ello a menudo–, vivimos en la era de la información. Aunque precisamente el hecho de vivir en ella, hace que ni siquiera sepamos exactamente qué significa eso porque –también nos han informado de ello muchas veces– la información es tanta que se ha vuelto tóxica y de ser luz que desvela ha pasado a ser humo que oculta e intoxica: infoxicación. En el medioambiente simbólico, la información es como el viento o la niebla que falsean la temperatura provocando una ilusoria, aunque real, sensaciones térmicas que nos hacen pasar un frío mucho más intenso que el que mide el termómetro de lo real y nos lleva a abrigarnos de más o a refugiarnos a la sombra de nosotros mismos asustados no por lo que pasa, sino por lo que nos dicen que pasa.
Hace ya tiempo, casi desde su aparición, que el ‘ver es comprender’ de la televisión devino en espejismo. Aunque, instalado en todos los hogares, el ‘lo ha dicho el telediario’ siga siendo la norma en muchos corazones, la imagen televisiva demuestra, a pesar de su penetración casi totalitaria, que el mostrar no solo no es suficiente, sino que puede llegar a resultar grotesco.
Está también la radio, claro. Inmediata, cercana, directa, limpia de la contaminación de la imagen, basada en la palabra, pero llena también de palabrería, del sesgo ideológico político y/o empresarial de la redacción que selecciona, calla o exagera la información, del tertuliano sabelotodo y sabelonada que la comenta y del entretenimiento que la envuelve y muchas veces la oculta.
La palabra escrita cae frente a la televisión
Nos queda también –fue la primera– la prensa, la inteligencia superior de la palabra escrita, decayendo ante la dependencia de la omnipresente televisión que le marca su agenda, buscando el nicho publicitario que le permita sobrevivir en las nuevas reglas del mercado de Silicon Valley, desmaterializando su soporte ante la competencia digital en busca de su identidad.
Y, cómo no, por supuesto, la cacareada revolución de ese internet omnisciente, en el que está todo, pero en el que –en frase definitiva y definitoria de Arcadi Espada– «todo es mentira hasta que no se demuestre lo contrario [porque] está ontológicamente incapacitado para la verdad» en medio de la infodemia de algoritmos, influencers, filtros, fakes, bots, tuits y de la censura y la cancelación caprichosamente ideológicas de las grandes corporaciones.
Este es el medioambiente en el que respiramos buscando el modo no ya de entender lo que pasa, sino de intentar simplemente saberlo. «La verdad es un asunto de salud pública» –dice de nuevo Espada–. «[Se necesita] disponer de un lugar donde se diga la verdad. O lo que es lo mismo: de un lugar donde se mienta, y donde se pague caro el hacerlo».
Enfangados en el enredo de la posverdad
Pues me temo que gozamos de una precaria salud ante la polución de la mentira porque no hay nada que salga más barato que mentir. Dos mil años después, enfangados en ese enredo de la posverdad, contemplamos a Pilatos como a un colega en medio de la indiferencia ante la mentira: «¿qué es la verdad?». Ya no nos vale la definición aristotélica de la adecuación de la palabra –e incluso de la imagen– con los hechos porque los hechos ya no tienen valor frente al relato.
Ahora la realidad solo vale lo que vale su interpretación, lo que los hechos nos hacen sentir. Sensaciones térmicas en vez de temperaturas medibles y objetivas. Mienten los políticos –«Ahora que no estoy en la política, puedo decir la verdad», Pablo dixit tras cortarse la coleta–. Miente la publicidad –con perdón, extradigitales–, manipulando deseos y valores. Posturea la fauna de la red. Miente el género inventando realidades –o sensaciones térmicas– que se alejan de la objetividad del cuerpo…
Y todos lo hacen ante nosotros, desengañados ante el engaño, indiferentes ante la eliminación de toda diferencia, refugiados en el silencio que no deja de ser otra forma de mentir, quizá la más peligrosa porque nos mentimos a nosotros mismos condenándonos a la autocancelación. La desconfianza es el comportamiento por defecto –dice Hugo Saez en su Mind Tricks–: según la firma Edelman que lleva 20 años estudiando la confianza mundial, la desconfianza se encuentra en máximos históricos. Más de un 60% cree que periodistas, líderes de gobierno y CEO’s de empresa mienten por sistema para engañar a la gente.
La verdad es necesaria
Hemos huido de la verdad para evitar el dolor de la confrontación. Pero necesitamos la verdad. La verdad es vía de comunicación interpersonal y su ausencia nos condena a la soledad de las burbujas algorítmicas que siempre nos dan la razón, en una convivencia respetuosa, sí; desdramatizada, también; tolerante, por supuesto; pero tristemente aislada e incomunicable. El camino hacia el diálogo de Machado –«Tu verdad, no: la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela»– naufraga en la ciénaga del subjetivismo emotivo de las sensaciones o del color del cristal con que miramos.
Dejar de creer en la verdad es dejar de creer. Como dice Joan García del Muro, «si yo aún creo en la verdad, puedo rebelarme contra la mentira, pero, si no creo en la verdad, ya no estoy en condiciones de reclamar nada», de discutir nada. De elegir nada: ¿puede haber una auténtica democracia en ausencia de la verdad?
Quizá, todavía, la voluntad, la energía. La búsqueda y selección de ciertas referencias, ciertas firmas, webs, blogs coherentes. Ciertas personas en las que confiar aun no estando de acuerdo. Y, por supuesto, libros. Libros alejados del foco y de la confusión y de la actualidad, más allá de si en invierno hace frío y en verano, calor; libros que nos exijan el esfuerzo de leerlos y hacernos una idea, unas cuantas ideas, para convertir la información en conocimiento de la verdad y, a lo mejor, incluso, con el tiempo, en sabiduría. Leer, un termómetro que nos permita poner en su lugar las sensaciones térmicas provocadas por el engaño de la era de la información.