Hubo un tiempo en que no me gustaba la literatura escrita por mujeres. Y lo confieso hoy, cuando ya ha pasado el Día Internacional de la Mujer Escritora, celebrado el 17 de octubre (lástima, debería tener alertas para cada efemérides que se celebre en el Mundo, para así no ir con retraso en las reflexiones).
Después de una infancia de lecturas compartidas con mis hermanos en forma de tebeos y de libros con viñetas de Bruguera, en la pubertad me entregué (para reafirmarme entre tanto varón, supongo) a la lectura «para niñas» que se publicaba en esos años. Desde el Mundo de Esther a Torres de Mallory, devoraba todo lo que tuviera un tinte «rosa». Reconozco, no obstante, que seguí compartiendo con los chicos el gusto por Los 5 de Enid Blyton y las historias machistas de Asterix y Obelix y también de Tintin. Por cierto, también lloré Primer Amor, Primer Dolor, puestos a exhibir pecados.
Hacia los 16 años, tomé una decisión arbitraria, aunque no drástica: sólo leería literatura masculina. A excepción de algunas celebridades femeninas como Iris Murdoch, Jane Austin, Emily Brönte, Carmen Laforet, Josefina Aldecoa, Mercè Rodadera. Uhmmmm. Bueno, está bien, también leí a Patricia Highsmith o Agatha Christie… (no diré más porque echaría por tierra el artículo). Desterré los libros de autoras. En las librerías me dejaba llevar por la portada de los libros, pero antes de mirar el título, leía el nombre del autor/a para excluirlo o no de mi selección.
Me dio por pensar que su escritura era cursi. Que las mujeres sólo sabían escribir sobre mujeres y desde el punto de vista de mujer. Que escribían demasiado sobre sentimientos y poco sobre realidades y conceptos. Que no sabían hacer buenos personajes masculinos. En definitiva, una mujer de los 80 con ínfulas de intelectual de bar, suficiente para ligar con los colegas de la Facultad de Periodismo, no debía leer en modo «suave», sino «duro». No sé por qué decidí que eso era así, que las mujeres escribían suave y los hombres duro.
Textos que delatan el sexo de su autor
Por eso me resultó muy curioso un artículo que leí ayer en La Vanguardia, con motivo del Día de las Escritoras. Los textos escritos delatan el sexo, se titulaba y se refería a un estudio realizado por ordenador que adivina con una precisión de más del 80% si un artículo ha sido escrito por un hombre o una mujer.
Entre otras diferencias, la aplicación parte de la premisa de que las mujeres tienen mayor riqueza de vocabulario que los hombres, usan más vocabulario. Que utilizan más adjetivos o que usan más las comas, mientras que ellos usan más los puntos. También se tiene en cuenta que las mujeres usan más palabras con carga emocional, de sentimiento o que, como ya intuía yo en mi juventud, los hombres tienen a relatar acciones o hechos de forma neutra, mientras que las mujeres explican interiorizando el proceso de esas acciones.
Puede que estas características formen parte también de nuestra identidad femenina, o quizás tenga una raíz cultural. Quizás tengamos, por lo general, una forma de ver y experimentar la vida que se refleja en los textos, pero no significa que la literatura femenina sea peor ni tampoco que no se pueda homologar con la de los hombres. La belleza del arte no tiene sexo, la perfección en la palabra, el uso armónico del lenguaje, las historias bien contadas van más allá de esas diferencias.
Qué equivocada estaba en mi juventud con esa «pose» de salón. Entono el mea culpa por no haber leído en su momento a grandes autoras como Victoria Camps y su El Gobierno de las Emociones, que es todo menos «blando». También me acuso de haberme resistido casi hasta el final a leer Suite Francesa de Irène Nemirovsky, a pesar de las recomendaciones. Me avergüenzo por recibir a regañadientes el regalo del maravilloso libro de Elif Shafak, La bastarda de Estambul, que es todo menos condescendiente con el papel de la mujer en el Islam. Y ya digo con pasión y sin rubor que La trilogía del Baztán de Dolores Redondo es la mejor novela de suspense que he leído y ni se desarrolla en Suecia ni su protagonista es un antihéroe vencido por la bebida.
No entiendo porque habría que celebrar el Día de las Escritoras. El mayor gesto de feminismo sería dedicar un día a la Escritura y que a «bote pronto» nos salieran multitud de nombres femeninos.